Manzana se sabe a hambre “pequeña”. De las que nos viene entre el desayuno y la comida. Es dulce en la medida exacta de un suspiro.
Melocotón se sabe a playa. Días cálidos de sol fuerte.
Fresa se sabe a cariño. Se sabe a placer. Es pequeña. Cabe entera en la boca. Así como el amor cabe entero dentro del corazón. Es dulce. Los dos.
Uva se sabe caricias. Placer incondicional.
Cereza se sabe a helado. Amores eternos. Uno no existe sin el otro. Y así.
Melón y sandía se saben a dieta. De las que hacemos sin quejarnos. Tanto agua y ninguna caloría. Dulces y suaves. Como el verano.
Pitanga se sabe a ansiedad. Ni siempre era fácil encontrarla y cuándo la encontrábamos era la tarde más esperada. No nos importábamos qué había de merienda. Sabíamos que el zumo de pitanga por si sólo era suficiente.
Acerola se sabe a días en mi casa.
Carambola se sabe a broncas de mi madre. Siempre la recogíamos del árbol en la finca… que nunca era la finca de mi abuelo. Siempre de las cercanías. Y siempre nos pillaban. Y siempre se lo decían a mi madre y a mis tías. Y siempre había bronca. Y siempre lo hacíamos de nuevo.
Mandarina se sabe a aventura. En la finca, el árbol de mandarina se quedaba lejos de la casa y dentro del enorme gallinero. Si nos apetecía, tendríamos que sacar valor de entrar sólos en el gallinero. Han sido muchas las veces en que mi madre, mi padre y mis tías han tenido que irse a nuestro socorro.
Aguacate se sabe a gripe. Siempre que estábamos gripados nuestras madres nos hacían beber aguacate con leche latidos en la licuadora porque es fuerte y nos dejaría igual de fuertes.
Pera se sabe a infancia. Son granos dulces de arena.
Mamón se sabe bien.
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