A ciegas


Había despertado tarde. A la hora de irse de la casa todavía se encontraba en la ducha. Salió del baño y ya sudaba por tanta era la correría para no llegar tan tarde en la consulta médica que había marcado con tanta dificultad tres meses antes.


“Médico excelente. Me han dicho que era uno de los mejores de todo Estado.” Pensaba mientras intentaba hacer con que aquel vestido morado le cupiera.


No desayunó. Tan sólo un trago en el café y ya se fue corriendo por la calle. Ni siquiera había escuchado su madre en el portón con el móvil de ella gritándole.


Llegó a la parada de autobús y esperaba… esperaba… esperaba… Todos los autobuses pasaban, menos el suyo. Miraba a su reloj a cada dos por tres y tenía la sensación de que los puntos no se movían. “Ay… no puedo más posponer la consulta ésa. La necesito mucho. Desde hace…” no tuvo tiempo de terminar su pensamiento porque el autobús había aparcado cerca del paseo.


Corre para entrar como si luego que entrara el conductor pondría en marcha todo aquello y sólo se detendría en su parada. Dulce ilusión. Ha vuelto el pensamiento para a dónde se encontraba en ése momento. Se dio cuenta de que se le había olvidado sacar dinero y así tendría que pagarlo con sencillo.


Sacó su guarda monedas y empezó a contarlas bajo los ojos de protestas de los que estaban atrás de sí.


Cuando por fin logró un espacio en una de las sillas ya estaba a dos paradas de la suya y se dio por rendida a la maldad del destino.


Se bajó del autobús y se puso en correría hasta el consultorio del médico. “¡Dios mío! 25 minutos atrasada… ¡ojalá pueda atender!” Pensaba compulsoriamente en el reloj que no se detenía por nada. Tampoco para su desespero. “No es hora para divagaciones sobre el tiempo… corre.”


Subió los degrados de la escalera de par en par. “Maldita hora en que me puse en tacones”, pensó. Llegó a la puerta del lugar indicado y observó que había otras tres chicas en la sala de espera. La recepcionista la saludó primero con una sonrisa larga y luego con un buenos días. Le preguntó paciente de qué horas era ella y la contestó pidiéndole disculpa por el atraso y se la dijo que era la de las 8, probablemente la primera. La recepcionista, con la misma sonrisa, lo confirmó lo de ser la primera y emendó diciéndole que el Dr. Guillermo tuvo un parto de emergencia y, aunque ya se encontraba a camino del consultorio, tardaría un poco a llegar. Que podría aguardar junto a las otras chicas, pacientes también.


No sabía si se sentía aliviada o frustrada. Había corrido tanto para ahora tener que esperar. “Bueno, tal vez no sea tan malo”. Eran 8h30 de la mañana y parecía que era el fin del día de tantas cosas que le habían pasado. Además tenía junta en su trabajo a las 10h. “¿Habría tiempo? Creo que no. Uy, por lo del viaje la semana pasada, se me olvidó terminar el informe mensual. ¡Mierda!”.


Respiró fondo y se sentó en una de las sillas, alojó su bolso en el suelo a sus pies y sacó de dentro un libro. “Bueno, como mínimo lo termino ya que nunca me sobra tiempo para hacerlo.” Le dijo a sí misma.


Empezó a leerlo y ya a la 5º página se aburrió. “Definitivamente Carlos no tiene buen gusto para lectura. Echo de menos a los míos de Eduardo Galeano.” Era el único que pasaba por su cabeza.


Buscó aleatoriamente a una de las revistas que estaba en la silla de al lado y empezó a holearla sin muchas ganas.


De reojo observaba a las tres otras chicas.


Una muy guapa que todo el tiempo estaba al teléfono móvil. La otra estaba embarazada y por el tamaño de la panza y las ojeras de noches mal dormidas, se suponía que estaba en los últimos días de embarazo. La tercera estaba sentada a dos sillas de ella. La miró, la sonrió, pero ella no le devolvió la sonrisa. Tenía los ojos fijos en un punto de la sala.


“¡Rara!”, pensó.


Segundos después, la chica volteó la cabeza para el lado en que se encontraba y le habló con una sonrisa grandota en los labios:


- Lo bueno de ser ciega es que no veo las horas. “Veo” el tiempo. Mi espera es un poco diferente.


Ella sonrió y dijo un “sí” en una mezcla de sorpresa y sin saber qué decir.


Pensó en si misma y en su día, hasta ahora. Se dio cuenta de que ella también era ciega. No se acordaba de ver árboles, flores, ni siquiera el conductor del autobús hoy por la mañana durante todo el camino. Si le preguntaran la ropa de la recepcionista no sabría decírselo sin echarle una segunda mirada. Era una ciega aunque veía. Peor aún… se veía atada a las horas.


Las piernas que antes latían en un compaso permanente ahora estaban fijas una sobre la otra. Los dedos que antes tamborileaban en la silla vacía ahora estaban cruzados unos sobre los otros apoyados en las piernas. Respiró fondo y su último pensamiento a ciegas fue: “¡Buenos días Roberta! Tu día empieza ahora.”





Foto: Vejo-te sem ver

Autora: Maria Freitas

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